
Nunca se repetirá lo suficiente que lo suave es más fuerte que lo duro.
Sin caer en ñoñerías, sin ser por ello mensajeros alados de bondades infinitas e intangibles, constato cada día que la suavidad es una fuerza imparable y curativa. Digo bien, fuerza, ya que suavidad no está reñida con contundencia, espíritu directo ni con empuje. Cuando alguien me dice que ha descubierto que en sus relaciones cotidianas la suavidad funciona mucho mejor que la exigencia, que la rudeza, veo en sus ojos la chispa del descubrimiento renovado de Lao Tse cuando dijo: “Lo más blando del mundo vence a lo más duro”Cuando las emociones crean una barrera de crispación, el ego está sufriendo y las compuertas se cierran para intentar evitar más dolor. Cuando se responde con dureza a una situación, cuando se ataca al otro, cuando se le exige de forma inclemente, cuando no se escucha, cuando se fuerzan las situaciones, es el miedo quien gobierna. En el momento en que se es capaz de soltar ese temor, de soltar-se y aceptar que no se puede controlar todo, que no se puede imponer la visión personal del mundo, que no se puede pedir al otro que sea como yo soy… la barrera de crispaciones se va disolviendo, surge la ternura y la comprensión vuelve a ser posible. El diálogo eficaz y creativo es posible. Lo suave gana la partida. Hay que empezar por aplicarse el bálsamo de la ternura a sí mismo. Comprensión hacia los propios problemas y hacia las propias reacciones desafortunadas y repetitivas. Aceptación de los propios errores y del largo camino por recorrer. Humor ante las dificultades. Desdramatización de las situaciones… Hay que aferrarse a la experiencia de la suavidad, de lo que hace bien al alma, para calmar al pequeño yo y ponerlo de nuestro lado, para que esté disponible a servir a lo Esencial, con compasión y entusiasmo.