Es otoño. Mirando el riachuelo que cruza el valle veo las piedras del fondo. Todos esos cantos rodados que han sido trabajados, limados, acariciados, arrastrados por el agua. Me sumerjo en el frío cauce y camino sobre aquellas piedras. ¿Podrá el agua limar también las asperezas de mi alma? ¿Podría aprender yo a ser suave, clara y pertinaz como esa agua en mis relaciones cotidianas? ¡Tantas veces me siento interiormente dura como la roca, incapaz de todo avance!
La naturaleza nos enseña con múltiples ejemplos que lo suave es más fuerte que lo duro. El agua que moldea las piedras, las cañas flexibles que se doblan ante la tempestad, mientras que los duros troncos se rompen, el vacío que penetra toda forma, las pequeñas flores y los musgos que crecen en todos los intersticios de las piedras, de los adoquines, del asfalto y los cubren y los desintegran…
Muchas veces veo en las relaciones humanas mucha dureza. Consigo mismo, para empezar. Con los demás también.
Nunca se repetirá suficientemente que lo suave es más fuerte que lo duro.
Sin caer en ñoñerías, sin ser por ello mensajeros alados de bondades infinitas e intangibles, constato cada día que la suavidad es una fuerza imparable y curativa.
Digo bien, fuerza, ya que la suavidad no está reñida con la contundencia, con el espíritu directo ni con el empuje decidido.
Cuando alguien me dice que ha descubierto que en sus relaciones cotidianas la suavidad funciona mucho mejor que la exigencia, que la rudeza, veo en sus ojos la chispa del descubrimiento renovado de Lao Tse cuando escribió en el Tao Te King:
“Lo más blando del mundo
vence a lo más duro”
¿Qué es la dureza en nosotros? Cuando las emociones crean una barrera de crispación, el ego está sufriendo y las compuertas se cierran para intentar evitar más dolor.
Cuando se responde con dureza a una situación, cuando se ataca al otro, cuando se le exige de forma inclemente, cuando no se escucha, cuando se fuerzan las situaciones, es el miedo quien gobierna.
En el momento en que se es capaz de soltar ese temor, de soltar-se y aceptar que no se puede controlar todo, que no se puede imponer la visión personal del mundo, que no se puede pedir al otro que sea como yo soy… la barrera de crispaciones se va disolviendo, surge la ternura y la comprensión vuelve a ser posible. Lo suave gana la partida.
Aunque atención, a veces la rigidez se disfraza de suavidad. Todas hemos vivido la experiencia de esas personas que hablan de forma dulce, con gestos suaves, que te envuelven en una tela de araña, o al menos lo pretenden, y tienes la sensación de que si te dejas, te van a absorber hasta la médula de los huesos. Esa no es la suavidad de la que hoy hablamos, eso es la perversión de la seducción.
Hay que empezar por aplicarse el bálsamo de la ternura a sí mismo. Y ¿Cómo hacerlo? Pues aquí tenemos unas pistas:
– Comprensión hacia los propios problemas y hacia las propias reacciones desafortunadas y repetitivas: de nada sirve la autoexigencia rígida. Para cambiar nuestros comportamientos disfuncionales necesitamos tomar consciencia de ellos , un tiempo de práctica….y mucha paciencia.
– Aceptación de los propios errores y del largo camino por recorrer: por más que mejoremos y vayamos avanzando en nuestra senda, no nos libraremos de equivocarnos. ¿La solución? Humildad para aceptarlo, suavidad para vivirlo y determinación para seguir avanzando.
– Humor ante las dificultades: El humor suaviza los ánimos, nos abre el espíritu y nos prepara para aceptar los cambios.
– Desdramatización de las situaciones: Pocas cosas son realmente graves. E incluso las situaciones muy difíciles, las podremos abordar mejor si mantenemos la mente clara y no exageramos nuestras respuestas o caemos en el pánico.
Hay que aferrarse a la experiencia de la suavidad, de lo que hace bien al alma, con compasión hacia nosotros y con entusiasmo.
Solo viviendo en la verdadera suavidad hacia nosotros encontraremos la fuerza perseverante y decidida que nos lleva al mayor de los logros: vivir con mas paz interior con nosotros y con el mundo.
Os propongo una práctica para favorecer esta suavidad interior y empezar a soltar rigidez:
Sentada de forma cómoda, pero con la espalda derecha, siente tu respiración ir y venir. Concéntrate en las sensaciones que tienes ligadas a tu respiración durante unos minutos. Pon tus manos en tu vientre y sigue sintiendo esa respiración. Siente también la redondez de tu vientre. Sin querer hacer nada más que sentir el aire fluir en ti, entrando y saliendo sin forzar nada, con ligereza, con suavidad. Disfrutando del momento. Fluidez, suavidad, ligereza, redondez… solo eso. Es otoño. Mirando el riachuelo que cruza el valle veo las piedras del fondo. Todos esos cantos rodados que han sido trabajados, limados, acariciados, arrastrados por el agua. Me sumerjo en el frío cauce y camino sobre aquellas piedras. ¿Podrá el agua limar también las asperezas de mi alma? ¿Podría aprender yo a ser suave, clara y pertinaz como esa agua en mis relaciones cotidianas? ¡Tantas veces me siento interiormente dura como la roca, incapaz de todo avance!
La naturaleza nos enseña con múltiples ejemplos que lo suave es más fuerte que lo duro. El agua que moldea las piedras, las cañas flexibles que se doblan ante la tempestad, mientras que los duros troncos se rompen, el vacío que penetra toda forma, las pequeñas flores y los musgos que crecen en todos los intersticios de las piedras, de los adoquines, del asfalto y los cubren y los desintegran…
Muchas veces veo en las relaciones humanas mucha dureza. Consigo mismo, para empezar. Con los demás también.
Nunca se repetirá suficientemente que lo suave es más fuerte que lo duro.
Sin caer en ñoñerías, sin ser por ello mensajeros alados de bondades infinitas e intangibles, constato cada día que la suavidad es una fuerza imparable y curativa.
Digo bien, fuerza, ya que la suavidad no está reñida con la contundencia, con el espíritu directo ni con el empuje decidido.
Cuando alguien me dice que ha descubierto que en sus relaciones cotidianas la suavidad funciona mucho mejor que la exigencia, que la rudeza, veo en sus ojos la chispa del descubrimiento renovado de Lao Tse cuando escribió en el Tao Te King:
“Lo más blando del mundo
vence a lo más duro”
¿Qué es la dureza en nosotros? Cuando las emociones crean una barrera de crispación, el ego está sufriendo y las compuertas se cierran para intentar evitar más dolor.
Cuando se responde con dureza a una situación, cuando se ataca al otro, cuando se le exige de forma inclemente, cuando no se escucha, cuando se fuerzan las situaciones, es el miedo quien gobierna.
En el momento en que se es capaz de soltar ese temor, de soltar-se y aceptar que no se puede controlar todo, que no se puede imponer la visión personal del mundo, que no se puede pedir al otro que sea como yo soy… la barrera de crispaciones se va disolviendo, surge la ternura y la comprensión vuelve a ser posible. Lo suave gana la partida.
Aunque atención, a veces la rigidez se disfraza de suavidad. Todas hemos vivido la experiencia de esas personas que hablan de forma dulce, con gestos suaves, que te envuelven en una tela de araña, o al menos lo pretenden, y tienes la sensación de que si te dejas, te van a absorber hasta la médula de los huesos. Esa no es la suavidad de la que hoy hablamos, eso es la perversión de la seducción.
Hay que empezar por aplicarse el bálsamo de la ternura a sí mismo. Y ¿Cómo hacerlo? Pues aquí tenemos unas pistas:
– Comprensión hacia los propios problemas y hacia las propias reacciones desafortunadas y repetitivas: de nada sirve la autoexigencia rígida. Para cambiar nuestros comportamientos disfuncionales necesitamos tomar consciencia de ellos , un tiempo de práctica….y mucha paciencia.
– Aceptación de los propios errores y del largo camino por recorrer: por más que mejoremos y vayamos avanzando en nuestra senda, no nos libraremos de equivocarnos. ¿La solución? Humildad para aceptarlo, suavidad para vivirlo y determinación para seguir avanzando.
– Humor ante las dificultades: El humor suaviza los ánimos, nos abre el espíritu y nos prepara para aceptar los cambios.
– Desdramatización de las situaciones: Pocas cosas son realmente graves. E incluso las situaciones muy difíciles, las podremos abordar mejor si mantenemos la mente clara y no exageramos nuestras respuestas o caemos en el pánico.
Hay que aferrarse a la experiencia de la suavidad, de lo que hace bien al alma, con compasión hacia nosotros y con entusiasmo.
Solo viviendo en la verdadera suavidad hacia nosotros encontraremos la fuerza perseverante y decidida que nos lleva al mayor de los logros: vivir con mas paz interior con nosotros y con el mundo.
Os propongo una práctica para favorecer esta suavidad interior y empezar a soltar rigidez:
Sentada de forma cómoda, pero con la espalda derecha, siente tu respiración ir y venir. Concéntrate en las sensaciones que tienes ligadas a tu respiración durante unos minutos. Pon tus manos en tu vientre y sigue sintiendo esa respiración. Siente también la redondez de tu vientre. Sin querer hacer nada más que sentir el aire fluir en ti, entrando y saliendo sin forzar nada, con ligereza, con suavidad. Disfrutando del momento. Fluidez, suavidad, ligereza, redondez… solo eso. Es otoño. Mirando el riachuelo que cruza el valle veo las piedras del fondo. Todos esos cantos rodados que han sido trabajados, limados, acariciados, arrastrados por el agua. Me sumerjo en el frío cauce y camino sobre aquellas piedras. ¿Podrá el agua limar también las asperezas de mi alma? ¿Podría aprender yo a ser suave, clara y pertinaz como esa agua en mis relaciones cotidianas? ¡Tantas veces me siento interiormente dura como la roca, incapaz de todo avance!
La naturaleza nos enseña con múltiples ejemplos que lo suave es más fuerte que lo duro. El agua que moldea las piedras, las cañas flexibles que se doblan ante la tempestad, mientras que los duros troncos se rompen, el vacío que penetra toda forma, las pequeñas flores y los musgos que crecen en todos los intersticios de las piedras, de los adoquines, del asfalto y los cubren y los desintegran…
Muchas veces veo en las relaciones humanas mucha dureza. Consigo mismo, para empezar. Con los demás también.
Nunca se repetirá suficientemente que lo suave es más fuerte que lo duro.
Sin caer en ñoñerías, sin ser por ello mensajeros alados de bondades infinitas e intangibles, constato cada día que la suavidad es una fuerza imparable y curativa.
Digo bien, fuerza, ya que la suavidad no está reñida con la contundencia, con el espíritu directo ni con el empuje decidido.
Cuando alguien me dice que ha descubierto que en sus relaciones cotidianas la suavidad funciona mucho mejor que la exigencia, que la rudeza, veo en sus ojos la chispa del descubrimiento renovado de Lao Tse cuando escribió en el Tao Te King:
“Lo más blando del mundo
vence a lo más duro”
¿Qué es la dureza en nosotros? Cuando las emociones crean una barrera de crispación, el ego está sufriendo y las compuertas se cierran para intentar evitar más dolor.
Cuando se responde con dureza a una situación, cuando se ataca al otro, cuando se le exige de forma inclemente, cuando no se escucha, cuando se fuerzan las situaciones, es el miedo quien gobierna.
En el momento en que se es capaz de soltar ese temor, de soltar-se y aceptar que no se puede controlar todo, que no se puede imponer la visión personal del mundo, que no se puede pedir al otro que sea como yo soy… la barrera de crispaciones se va disolviendo, surge la ternura y la comprensión vuelve a ser posible. Lo suave gana la partida.
Aunque atención, a veces la rigidez se disfraza de suavidad. Todas hemos vivido la experiencia de esas personas que hablan de forma dulce, con gestos suaves, que te envuelven en una tela de araña, o al menos lo pretenden, y tienes la sensación de que si te dejas, te van a absorber hasta la médula de los huesos. Esa no es la suavidad de la que hoy hablamos, eso es la perversión de la seducción.
Hay que empezar por aplicarse el bálsamo de la ternura a sí mismo. Y ¿Cómo hacerlo? Pues aquí tenemos unas pistas:
– Comprensión hacia los propios problemas y hacia las propias reacciones desafortunadas y repetitivas: de nada sirve la autoexigencia rígida. Para cambiar nuestros comportamientos disfuncionales necesitamos tomar consciencia de ellos , un tiempo de práctica….y mucha paciencia.
– Aceptación de los propios errores y del largo camino por recorrer: por más que mejoremos y vayamos avanzando en nuestra senda, no nos libraremos de equivocarnos. ¿La solución? Humildad para aceptarlo, suavidad para vivirlo y determinación para seguir avanzando.
– Humor ante las dificultades: El humor suaviza los ánimos, nos abre el espíritu y nos prepara para aceptar los cambios.
– Desdramatización de las situaciones: Pocas cosas son realmente graves. E incluso las situaciones muy difíciles, las podremos abordar mejor si mantenemos la mente clara y no exageramos nuestras respuestas o caemos en el pánico.
Hay que aferrarse a la experiencia de la suavidad, de lo que hace bien al alma, con compasión hacia nosotros y con entusiasmo.
Solo viviendo en la verdadera suavidad hacia nosotros encontraremos la fuerza perseverante y decidida que nos lleva al mayor de los logros: vivir con mas paz interior con nosotros y con el mundo.
Os propongo una práctica para favorecer esta suavidad interior y empezar a soltar rigidez:
Sentada de forma cómoda, pero con la espalda derecha, siente tu respiración ir y venir. Concéntrate en las sensaciones que tienes ligadas a tu respiración durante unos minutos. Pon tus manos en tu vientre y sigue sintiendo esa respiración. Siente también la redondez de tu vientre. Sin querer hacer nada más que sentir el aire fluir en ti, entrando y saliendo sin forzar nada, con ligereza, con suavidad. Disfrutando del momento. Fluidez, suavidad, ligereza, redondez… solo eso.